Ramón dixit.
jueves, julio 13
...de Los Portales
Claro que eres tú. Te he visto al entrar, pero no estaba seguro. Qué quieres que te diga, es que en este bar no me fío mucho. Ya sabes, aquí las siluetas se confunden. Pero, ¿cómo estás? ¿Cuándo has llegado? No me has avisado, mira que eres cabezón... Claro que yo sigo por aquí, dónde iba a estar si no. Bueno, a este bar ya no vengo. En realidad últimamente no salgo mucho. Ando muy liado. Hoy es que es el cumpleaños de un compañero del trabajo. Pero cuéntame cómo te va a ti. No, yo no me puedo quejar. El otro día me crucé con M., me dijo que había estado hablando contigo... No, tampoco lo veo mucho a él. Ellos siguen quedando. T., B., I., O., creo que tienen un día al mes que salen juntos. Tú sabes, lo típico... ¿Quieres una cerveza? Venga...
...hombre, claro que me acuerdo. ¿Y cuando íbamos al bar de las absentas? ¡Qué tiempos! ¿Qué? ¿Ese de allí? No sé, es que esto está tan oscuro. Pero no ponen mala música. Sí, esta canción la bailábamos T., R. y yo. Oye, ¿cómo es vivir en una ciudad grande? ¿Se está muy sólo? El otro día leí no sé donde que la gente solitaria se encuentra a gusto en los sitios grandes. Porque en el fondo allí todo el mundo está sólo. Algo así. ¿Otro chupito? Bueno, yo que sé, vale. No todos los días te reencuentras con un compañero de la universidad. De verdad, ¡qué cueva! Esto sigue igual de oscuro. Tiene narices que algunas cosas no cambian nunca...
...¿tú hechas de menos? No sé chico. La vida sigue, ¿no? ¿Otro?...
...era la leche. Los tres todo el día. Solo sentarse en un banco y hablar. Yo disfrutaba como un enano. Introducirse poco a poco en el mundo R.. Saber todo sin conocer a nadie. Porque prefería no conocer. Mejor así, imaginarme yo las caras de sus amigas, de su familia, de su novio. Entenderlo un poco, o creerlo entender. ¿Tú que tal con las mujeres? ¿Cómo son por allá? Bueno, yo alguna cosa he tenido. Hay una chica en el trabajo. Pero no sé, supongo que cada historia es distinta...
...¿recuerdas aquel concierto de P.? Sí, aquí. Tocaba una música un poco depresiva. Pero estaba bien, juntarse todos para escucharlo. ¿Tú donde estabas? Yo más o menos aquí, déjame recordar, sí, aquí de pie. Pues estaba P. tocando. Y de pronto apareció una chica entre yo y el escenario, un par de metros delante: llevaba el pelo negro recogido en una coleta. Y empecé a mirarla, porque me recordaba a R., la forma del cuello. Pero no era ella; ella nunca llevaba el pelo recogido. Lo que pasa es que ya sabes cómo era yo, y empecé a rayarme. La chica iba a la barra para pedir una cerveza y entonces intentaba mirarle la cara; pero es que este sitio es tan oscuro. Llevaba una camisa sin mangas, lo recuerdo muy bien, era roja. Lo sé por los reflejos de la las luces del escenario a contraluz. Y empecé a analizarla: tenía unos pendientes largos, como los que R. solía llevar. Y lo raro era que la forma de los hombros, la caída hacia los antebrazos, también me recordaba a ella. Ya ves, cada vez peor... Luego me fijé en los zapatos: unos botines de tela azul clarito, pero es que esos los llevaba tanta gente por entonces. Yo ya no sabía qué hacer. Entonces vi a H., que estaba también un poco delante. Se acercó y le comentó algo, muy cerca, casi al oído. Era normal, P. estaba tocando y la música sonaba alta. Ya no sabía qué hacer, estaba casi convencido, y esa noche no quería cruzarme con ella. Entre la cerveza y la música depresiva de P. no estaba el horno para bollos. Decidí confirmar lo inevitable: le miré el trasero. Y entonces me relajé: ese no era el culo de R.. El de la chica era más bonito. Fue un descanso. Y entonces tuve una idea. Ir por detrás, acercarme hasta su oreja y comentarle: “Te pareces tanto a una chica que conozco”. Comencé a avanzar; pero me acobarde y retrocedí. Ya ves. Soy así.
P. terminó el concierto con una canción que me gustaba bastante. Saqué un cigarro y la escuché fumando mientras terminaba la cerveza que aún conservaba entre las manos. Entonces P. se despidió y las luces se encendieron. La chica que tenía delante se dio la vuelta y se quedó a poco más de un metro delante de mí. Era R. La saludé y poco más, luego huí cómo pude. De camino a casa fume dos o tres cigarros. Al llegar no cené, me metí directamente en la cama. Nunca la había contado esto a nadie. Ya ves.
Bueno, sí. Ya nos volveremos a ver. No sé, los del trabajo han desaparecido. No te olvides de llamarme si vuelves por aquí. Si yo paso por Madrid te avisaré. Oye, ¿no te apetece tomar la penúltima en mi casa? Bueno, ya, no te preocupes. ¿Te imaginas que llego a decirle eso aquella noche? Vale, cuídate. Y si ves o hablas con alguno de estos, salúdalos de mi parte. Nos vemos por ahí.
Como aquella otra vez hace ya varios años, Raúl regresa caminando a casa. Durante el trayecto fuma tres cigarros e intenta no pensar en nada. Al llegar no cena, va directo al dormitorio. Se desviste y se introduce en el pijama. Luego se acuesta en la cama. Apaga la luz. Esta vez llorará.
miércoles, julio 12
....de meteoritos y lunas de merengue
En el primer tomo, titulado Los orígenes, de la Historia Natural de Salvat que se vendió junto al diario El País durante 2004 se cita el hecho que da origen al personaje protagonista de esta historia. Hacia la mitad (como quien dice en el centro) de la página 34, bajo la foto de un terrible asteroide en ruta por el espacio, aparece el nombre de Anni Hodges. De ella se recoge que el 30 de noviembre de 1954 se levantó de la cama en su casa de Alabama. Que desayunó y se lavó los dientes. Y que, aunque salió de su casa, como siempre, con el tiempo justo para no perder el autobús que debía llevarla al trabajo, ese día tuvo que esperar al siguiente durante 15 minutos.
La pobre señora Hodges, ajena (al igual que ustedes) a lo que se le venía encima, subió despreocupada y ocupó el asiento que un joven había abandona al verla entrar; cosa que hizo gracia a la mujer y le dio que pensar: “Con 50 años me vuelven a ceder el asiento como cuando tenía 18. Sí, es verdad que con la edad volvemos a lo mismo, aunque sea por cosas tan distintas, ¿no te parece?”. Sin embargo, la coqueta Anni no pudo responderse. Un asteroide, convertido en meteorito al penetrar en la atmósfera, atravesó el techo del autobús para terminar impactando en el cuerpo de la ilusa señora Hodges.
Se trata del único incidente registrado de la caída de un cuerpo celeste sobre un ser humano. Algunas fuentes aseguran que en realidad Anni no había salido de su casa y que recibió el impacto mientras escuchaba la radio en el salón. Sin embargo, Renato no conoce esa otra versión y si queremos entender su relato, debemos olvidarnos de ello. Lo único que realmente nos interesa es que, aunque la señora Hodges sólo sufrió una pequeña contusión, eso no se cuenta en el libro de Salvat. Que lo cierto es que, si te cae un meteorito en la cabeza, no puedes lucir un chichón como única consecuencia.
2.
Renato tiene 15 años y vive en Lima. Lo encontramos junto a su grupo de amigos en el parque que llaman de La China, repartidos entre bordillos y calvas de hierba. Ubicado a dos cuadras del óvalo Gutierrez, junto al Ewong y cerca de la licorería donde han comprado el ron Cabo Blanco que ahora beben; el parque es conocido como tradicional fumarola de los alumnos, aún con uniforme escolar, que acuden a la salida del colegio María Reina. Sin embargo, en este momento no hay uniformes a la vista pues es noche cerrada. Esto nos facilita introducir un dato más: en Lima no se ven las estrellas. La panza de burra que cubre la ciudad durante el día ocultando el sol, también ejerce su aburrida condena durante la noche. De este modo, el dicho de Saint-Exupery, “Si de noche lloras por el sol, las lagrimas no te dejarán ver las estrellas”, pierde aquí todo su sentido. El escritor francés nunca sobrevoló la ciudad de Lima, y eso es algo que ustedes también deben tener en cuenta. Sería demasiado complicado y aún injusto concluir que en Lima no hay principitos; lo único certero es que no hay estrellas que observar. ¿Dónde están pues? Eso es algo que tendremos tiempo de descubrir.
Porque debemos centrarnos, y aunque el ambiente es alegre y sus amigos filosonsean, así lo llaman ellos, sobre lo que ocurre y lo que ocurrirá; Renato está triste y maquiavela una idea en su interior. Hace poco, quizá un par de semanas (es un dato que no nos interesa), descubrió que su papá le sacaba la vuelta a su mamá. Iba caminando por el parque Kennedy y lo vio sentado en un banco junto a una mujer varios años más joven. Para un chico que hasta entonces mantenía a su progenitor, médico si quieren saberlo, sobre un altar, esto supone un tremendo golpe. Su padre es humano, juega al mismo juego de los demás; pero esto es algo que él aún no puede racionalizar, él está condenado a esa otra guerra: aquella de la acción. Irá, con sus amigos, a la casa de la querida; para tirarle huevos o lo que sea y poder insultarla hasta sentirse si no con menos motivo, sí más descansado.
Pero esto se lo guarda, aún no se atreve a pedirlo. Prefiere rumiarlo durante un tiempo más él solo; juntar más fuerzas. Para ello revive la tarde aquella de su padre en el banco del parque. La caricia de las manos entrelazadas que Renato casi se diría que estudia tras el árbol que le esconde. Nunca su padre le había resultado tan joven, tan desligado. Como si hubiera adquirido autonomía con respecto de la familia. ¿Cómo explicarlo? ¿Otra persona con la careta de su padre quizá? ¿O cómo si su figura hubiera escapado de las fotos de la repisa del salón y paseara ahora por el centro de Miraflores? Una mala copia de una silueta familiar… No sabe cuanto tiempo pasa, pero la pareja se levanta y Renato vuelve a la realidad. Un beso de despedida… Mientras otra copa, y sus amigos que siguen conversando. Ahora uno dice algo de comprar una sustancia llamada ketamina. De que te la venden en la farmacia si dices que es para operar a tu gato y que luego, yo que sé, basta con el microondas de algún grifo para hacerla piedra. Que, choche, te permite ver cosas que de otro modo se escapan, que así te observas desde fuera, y que de ese modo aquello que se busca… La noche avanza, suave y completa, y Renato no aguanta más, demasiadas palabras: “Vamos todos”.
Pero ya es tarde. Ha dejado pasar demasiada noche. Los que no están ahora borrachos, cuidan de aquellos. Sólo uno de los amigos, aquel de pelo negro y rizado que le conoce demasiado bien, será quien le acompañe. La pareja, trazando dudosas parábolas, se interna en las callejuelas que rodean la huaca Juliaca. En sus cabezas, la aventura adquiere tintes cinematográficos: Esta noche, bajo el cielo sin estrellas de Lima, se cumplirá una venganza. Y ésta será en nombre de Anni, la madre de Renato.
3.
Ahora paremos un momento. Alejémonos de Renato durante unos párrafos; pues en este lugar de esta historia, también otro personaje que debemos conocer está pensando en cine. A mandos del coche de su padre, en realidad material encarnación de esa persona que ya no está, Charly no puede quitarse de la cabeza aquella imagen: una perfecta luna de cráteres de merengue, molesta porque una bala de cañón ha impactado en su ojo derecho y que por ello despotrica (eso Charly lo sabe porque lo ha leído en sus labios), mientras flota en un falso marco de nubes erizadas. Y no puede dejar de pensar en ella porque esta noche ha leído la historia de su creador, del George Méliès que, tras levantar el primer estudio de cine y trasformar la llegada de un tren en los viajes de Julio Verne, terminó sus días vendiendo caramelos y juguetes en una tiendecita de la estación de Montparnase. Se lo imagina septuagenario, haciendo trucos de magia a los niños que se le acercan. Encontrando en ellos las mismas caras que años antes provocaba en los adultos que ahora esperan el tren en la estación, aburridos, preguntándose quién será ese viejo que les vende golosinas a sus hijos.
Por eso Chaly coge el coche de su padre, por eso se dirige ahora hacia el parque de La China. Porque necesita contarle esta historia a alguien. Por eso, y porque hoy se ha enterado de que su hermana, con 17 años, está embarazada de un tipo que está fuera del país y no piensa regresar (curioso, otra vez las historias se repiten). Y, la verdad, él no tiene ni idea de cómo va a ser eso de un niño, para el que va a ser más un padre que un tío.
4.
¿Qué mejor modo de terminar una historia que dejando hablar a los personajes? El escenario es un coche estacionado junto a una gasolinera, en lo alto de un cerro. Sobre la hora baste decir que aún es noche pero que eso no tardará en cambiar. Sí estuviéramos allí, sentados en el asiento de atrás, escucharíamos esto:
-Carajo charly, que hay buena vista desde acá arriba.
-Ya.
-No manyaba yo este lugar.
-Al final va a valer la pena tanta vuelta de farmacia en farmacia.
-Menos mal que te apareciste para jalarnos en el carro, que ya me veía yo haciendo esto a lata.
-Más que nada por esos dos huevones. ¡Qué ladillas son cuando quieren!
-Bueno, a ver si ahora han tenido suerte. Aunque a mí lo del gato me sigue pareciendo una cojudez. ¿No vuelven?
-Todavía. De todos modos, creo que sí consiguen la huevada yo paso.
-Carajo, es que se ve media Lima. ¿Y eso? ¿Por qué?
-Ha sido un día complicado.
-Ya. El mío también.
Y Renato, sentado en el lugar del copiloto y alumbrado por la tímida luz de la gasolinera, lanza la colilla hacia el arcén donde están estacionados y tiene la tentación de confesar por fin su desventura nocturna. Cómo el amigo de los rizos y él no tardaron en alcanzar el objetivo deseado: la casita normal, tan aburrida como la de los costados, de tan sólo dos plantas, blanca al igual que todas y con garaje a un lado, que estudiaban ocultos tras un carro sin razón real para esconderse. Cómo se quedaron ahí, quietos y en silencio, porque Renato ya había contado lo que quería y el amigo no se atrevía a decir nada más. Consciente de que cumplía una función muy básica, la de ser testigo para aseverar que algo ha ocurrido, sólo le quedaba esperar. Y eso hacía. Mientras, Renato miraba. A lo mejor pensando en su hermano mayor (ahora, sentado en el coche, no lo tiene claro), el que ha reaccionado de un modo tan distinto. Tan sólo que antes quería estudiar medicina y ahora psicología, pero por lo demás… Qué cosas, la casa es mejor que la suya. Y su mamá estudiando inglés para irse al extranjero. Y el jancando asignaturas en la escuela. Y todos bajo el mismo techo. Sin otra solución porque simplemente no existe esa opción… Pero Renato calla. No le cuenta a Charly cómo se levantó y dio media vuelta. Cómo tiró del amigo de rizos para emprender camino. Y cómo, dejando atrás la casa, casi parecía que huían.
Tampoco importa.
A través del parabrisas el panorama es majestuosamente irreal. La oscuridad no permite ver la inmensa urbe que se extiende allá abajo. En su lugar, millares de farolas tintinean amarillas, azules y blancas rellenando las siluetas de los cerros que se elevan como chichones. Pareciera que todas las estrellas del firmamento han caído sobre la tierra e, incandescentes, brillan sobre las calles, los tejados y las personas que todavía duermen. Charly y Renato comparten el último cigarro que les queda mientras, en silencio, observan ese cielo a ras de suelo que es la ciudad donde les ha tocado vivir: Lima.
Cerca, en la gasolinera, un microondas da vueltas a un vaso de plástico. Junto a éste, el chico del pelo negro y rizado responde a la pregunta que ha formulado el otro amigo:
-Oye, ¿y cómo fue lo de la casa antes?
-Choche, que le hemos llenado la puerta de mierda. Ya verás mañana, ya.